- Por @JonReyes
Los días en Nueva York pasaban lentos. El campus donde estaba viviendo por esos meses en Tarrytown quedaba a cuarenta minutos del centro de Manhattan en tren. Tarrytown era todo lo que buscaba por esos días: pura paz. Pero tanta tranquilidad, a poco más de media hora de una de las ciudades más excitantes del mundo, pronto me iba a pasar la cuenta. Mi personalidad poca acostumbrada a las rutinas ya me estaba haciendo querer salir de ahí por unos momentos. Las clases de inglés iban bien. Trataba de no faltar a ningún módulo. El suizo y el coreano con los que compartía habitación hacían sus vidas. Ambos estaban en sus veinte y algo y las diferencias con este viejo ya se hacían notar. A pesar de que nos llevábamos muy bien (el coreano no hablaba una palabra en inglés) estábamos en paradas #MuyDistintas.
Los jueves todos iban a bailar y a emborracharse a los bares de la ciudad. Parecía que ese día lo esperaban con ansias durante toda la semana, básicamente para quedar destruidos. Las chicas se ponían sus mejores vestidos y tacos y ellos lucían sus mejores chaquetas. La caravana de Uber que los esperaba afuera del campus era impresionante. Este viejo que escribe miraba todo eso desde un balcón fumando un cigarro. “Hey Jon, súmate con nosotros esta vez. La vamos a pasar muy bien”, me decía el suizo. “No gracias, tengo que estudiar”. La verdad es que poco me interesaba salir a carretear con un grupo de veinteañeros. A esta edad ya me molesta que te pasen a llevar en los bares y que te tiren el trago encima. Mis roomates no estaban, era la ocasión ideal para poder ver algo de porno tranquilo en la pieza. Ahí estaba, listo para una de mis primeras sesiones de auto placer en Estados Unidos cuando me metí a Xvideos.com y resultó que la página estaba bloqueada. Así fue también con Pornhub y todas las páginas que se puedan imaginar.
Malditos, ¿cuál era el fin de bloquear ese tipo de contenidos? Por esa noche tuve que echar sentido a la imaginación. Afortunadamente las aplicaciones de citas no estaban bloqueadas. Fue esa misma noche de insomnio post calentura que hablé por primera vez con Adam. Al principio, cuando me mandó sus fotos pensé de inmediato que era un perfil #MuyFalso. No podía ser tan mino. Después de hablar por mensajes de audio y video por Whatsapp (técnica infalible para detectar a un fake) decidimos juntarnos al otro día. Adam tenía 24 años y estaba saliendo de la universidad, vivía con sus padres y hermanos justo al frente del río Hudson, a unos 15 minutos del campus. Adam estaba en el closet, así que nuestros encuentros solían ser un motel de la carretera y otros en el bosque. Nos vimos por unas semanas más hasta que de a poco fui perdiendo el interés. A los días aparecería Michael (el israelí) y Adam ya no sería tema. Me impresionaba la potencia sexual de este joven. ¿Acaso cuando tienes más edad te dejas estar en los laureles?, ¿los veinteañeros follan como si el mundo se fuera a acabar?, ¿esta gente no se cansa?, ¿no duermen?
Adam podría haber estado tirando día y noche. Seguramente eso es lo que le gusta tanto de los veinteañeros a mi amigo El Gallina. Él, un tipo guapo, el eterno soltero, el organizador de las fiestas gays más importantes de Santiago y un socialité por excelencia, tiene un gusto bien marcado por los jóvenes entre 18 y 25 años. El Gallina rayó tanto con “Call me by your name” que ese mismo verano decidió vivir su propia historia basada en la película. Fue un ardiente verano para El Gallina. A pesar de que la mayoría de los amigos no le dábamos más de unas semanas a ese fugaz romance con el skater de 19 años, nuestro amigo se las ingenió para hacerlo durar. Igual esa historia se acabaría. Pasaron los meses y El Gallina conoció a otro chiquillo. Esta vez el elegido rozaba los 25. Lo que partió como algo casual, lentamente fue tornándose más serio.
El Gallina se puso a pololear por unos meses con este nuevo chiquillo que era encantador y a pesar de su gusto endemoniado por las piscolas a todos nos caía bien. Ya están terminados, pero precisamente conversando con este veinteañero me llamó la atención lo empoderado que estaba frente a ciertos temas. Contrariamente a lo que nos quieren hacer creer, yo encuentro que esta generación sí tiene las cosas claras. Así lo veo en mis amistades de esa edad. El Santino, por ejemplo. A sus cortos veinte ya se ha convertido en uno de los relacionadores públicos más importantes de Santiago. Capaz de convocar una variopinta lista de invitados a los eventos más onderos y elevar a la categoría de estrella a algún influencer de moda. A mi amigo todos lo respetan. Yo a los veinte jamás habría logrado construir un mini imperio como lo ha hecho el Santino.
Mi última experiencia con un veinteañero había sido buena. Adam, el potro sexual, había estado a la altura. Esa no suele ser la norma. Por eso no pongo mis fichas en los hombres menores de treinta. Con mi amigo Emiliano habíamos decidido salir a una fiesta Barcelona en el ex Bunker. El público que va a esas fiestas suele ser cabros de veinte con mucha piscola en sus manos. Apenas entramos con Emiliano a la fiesta nos sentimos como los Sugar Daddies del lugar. Empezamos a repartir besos por todos lados producto de las picolas (si no puedes con ellos, únete). Al final decidí llevarme a mi departamento, que está ubicado solo a unas cuadras de la disco, a un hermoso joven que podría haberse convertido en mi “Call me by your name” de la noche. Era como el personaje protagonista de “La laguna azul”. Rubio, ojos celestes y buen forro. Todo iba bien hasta que las piscolas le pasaron la cuenta. Camino a mi departamento el muchacho empezó a saltar y a cantar por la calle, después vomitó y orinó sobre un árbol. Solo a mi me podía pasar algo así. De alguna forma logré que entrara a mi departamento. Esa noche no hubo sexo. Apenas vio mi cama se tiró un piquero sobre ella. Al otro día le serví desayuno y se fue.