Por Jon Reyes
Hola. Tengo 35, soy gay, soltero. Vivo solo y tengo un trabajo que me gusta, suelo viajar bastante, tengo un gusto #MuyParticular por la moda, las fiestas y una vida social tan agitada como las visitas al gimnasio. Pareciera ser la vida perfecta, pero no. Como cualquier mortal en la adultez me cuestiono permanentemente si este es el lugar en el que quiero estar en este punto de la vida. Y algo que siempre está ahí, molestando como una espina difícil de sacar, es el hecho de tener que estar en pareja. Llevo tres años soltero después de mi último intento de relación, la que terminó con un drama de aquellos en las playas de Brasil. No siempre hubo drama, en mis veinte estuve emparejado en una relación monógama y viviendo juntos por cinco años. Fue una linda época, pero la rutina nos ganó. Terminamos unos meses antes de que yo cumpliera treinta. Para pasar la pena me fui con un grupo de amigos a Bayahibe a celebrar el cambio de folio. Todo el grupo se comió a alguien, excepto yo. Figuraba en mi fiesta de cumpleaños borracho y solo en un puto resort. Como venganza quise joderles la noche a mis amigos y a sus nuevas conquistas y comencé a correr por los pasillos del hotel con los pantalones abajo y mostrando mi pene, sí, mi pene, a cualquier turista que se me cruzara. En ese viaje, mis amigos me pusieron la “jamás besada”. Pareciera ser que esa noche de cumpleaños sería el preludio de lo que se vendría en la siguiente década. Fracasos, mal sexo, personas inestables emocionalmente, ilusiones y mucho alcohol. Pero de alguna forma, la primera mitad de los treinta ha resultado llevadera, agradable y con mucho mejor sexo del que anticipaba.
Quienes se han encargado de hacer esto mucho más amable son mis amigos; los verdaderos protagonistas de esta columna. Durante los últimos días del año pasado me quedé sin trabajo de manera #MuySorpresiva. La revista de papel couché en la que trabajaba hace tres años cerró de un día para otro después de 42 años de existencia. Era la pega soñada. Al día siguiente de eso la persona que me tenía por las nubes me dijo lo típico, que prefería seguir como amigos. Hasta ahí mi “loco amor de verano”. Unas horas después me tuve que subir a un avión con destino a Río de Janeiro. Era 30 de diciembre y mis planes de una gran celebración en las paradisíacas playas cariocas se iban poco a poco a la mierda. No tengo lindos recuerdos de esa ciudad, hace tres años mi último pololeo se acabó ahí. Nos subimos terminados al avión después de una pelea apoteósica en el sector nueve de Ipanema por un ataque de celos previo a una sugerencia de tener una relación abierta, o poliamor como le llaman ahora. Algo me pasa con Río de Janeiro. Prometo que la próxima vez que vaya no habrá términos de relaciones ni amarguras por amores fugaces. A la semana siguiente volví a Santiago, abrí la puerta de mi maravilloso departamento con vistas al Parque Forestal y no pude entrar por unos segundos. Literalmente me paralicé. No tenía nada. Ya no existía el trabajo que me hacía feliz ni ese loco y fugaz amor de verano. Así comenzó mi 2019.
Al otro día me fui de fiesta, la que siguió con un after hasta al mediodía con una que “otra ayuda recreacional” para mitigar el impacto de estar cesante y solo. Volví a mi departamento, dormí un par de horas y tomé el teléfono para llamar a la Lucy y decirle que fuéramos a almorzar por el barrio. Después recordé que ya ni la Lucy estaba. La eterna amiga soltera que siempre estaba ahí para acompañarme en mi soledad se había puesto a pololear hace unos meses y había dejado su departamento en las gay towers de Bellas Artes. Yo creo que en algún momento la Lucy estaba tan asumida que se quedaría sola que tuvo que aceptar el hecho de vivir en un edificio rodeada de homosexuales y que cuando prendiera Grindr el tipo hetero más cercano aparecería a kilómetros de distancia. A las semanas después la Lucy me invitó junto a otro grupo de amigos a conocer su nuevo departamento en donde vive con su enamorado. La Lucy había cambiado, ya no nos dejaba fumar en el living y bajaba la música cada cinco minutos. En el anterior departamento (y en la anterior vida de la Lucy) la gente hacía fila para entrar a vomitar al baño y el living era como la pista del Studio 54, todo podía pasar. Los tiempos estaban cambiando. Aun así, estoy #MuyFeliz por la Lucy, su pololo es un gran tipo y sabe cocinar porque ella no era capaz de freír ni un huevo.
Como la Lucy ya no estaba disponible, le escribí a Julio, pero no podía acompañarme. Estaba de paseo con su pololo. El Julio también había encontrado la estabilidad. Era bastante improbable que el tipo que conoció en un trío se enamorara de él, pero así fue. En ese entonces mi amigo estaba saliendo con un israelí que visitaba Santiago. Eso es algo bien común también en esta etapa de la vida, el tener amores fugaces con extranjeros. Uno pasa a convertirse en una especie de Airbnb con servicios de guía turístico y sexuales incluidos. El Oso (denominación común para el homosexual maceteado, rellenito y peludo) llegó al depa de Julio y junto al israelí tuvieron el sexo ideal entre tres. A los días, el extranjero siguió su rumbo y hoy mi amigo tiene una sana relación, donde preparan pan junto al Oso. Pareciera ser que la nueva moda entre las parejas colas de Santiago es hacer pan y después mostrar el resultado final en Instagram. También estoy feliz por el Julio. Dejó de ir a terapia y ahora va al gimnasio con su pololo a las seis y media de la mañana todos los putos días. Me saco el sombrero, eso es amor.
Considerando que mis amigos no estaban disponibles para acompañarme a almorzar decidí levantarme, ducharme y cruzar de mi departamento al Mercado Tirso de Molina. Esas clásicas picadas siempre salvan. Fui a una de mis preferidas: “La Punta Rica”. El lugar es tan rico que suele haber una lista de espera más grande que en el Sarita Colonia. Cuando la mujer a cargo de sentar a los comensales me vio, me preguntó si estaba solo o iba acompañado. Dudé en decir que iba sin compañía porque me iban a tirar a “la mesa de los solos”. En ese espacio te sientan con dos personas que no conoces y que, obvio, también andan #MuySolos. “Que no me sienten en la puta mesa de los solos” se repetía en mi mente. Fail. Quedé sentado con dos caballeros que tampoco se conocían entre ellos. Ahí estaba yo, comiendo una merluza con dos personajes desconocidos, para rematar era domingo y le tengo un odio eterno a los domingos porque más me deprimo. ¿Cuántos años tiene, joven?, preguntó uno de ellos. “35″, le dije. “Bueno, tiene 25 años más para hacer algo con su vida y no quedar sentado en esta mesa como este par de viejos”, lanzó en tono de broma. Mi única preocupación en ese momento era conseguir un trabajo y sacarme de la cabeza al “loco amor de verano” y poder encontrar algo de estabilidad. De alguna forma, la vida tenía que continuar.