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Vanina Rosenthal: “El mundo cambió. Y yo también cambié. Menos Mal”

Conoce la visión de Vanina Rosenthal sobre influencers, millennials y el mundo en el que vivimos hoy.

Por @vanirosenthal

La primera vez que viajé al NYFW todavía la gran mayoría de los desfiles se hacían en el Lincoln Center. Me acuerdo que le pedí ayuda a medio mundo. Le mandé unos looks por whatsapp a un par de productoras amigas, y hasta pasé por el departamento de Fran Torres a buscar unos cuantos zippers que generosamente armó para mi.

Nada podía salir mal. Yo estaba lista para posar para Bill Cunningham.
Llegué al epicentro de los desfiles y enseguida me topé con las primeras fashion bloggers. Ni idea quiénes eran pero a mi gusto se veían disfrazadas. Cero elegantes y mucho menos cancheras. En mi mente tradicional, más que overdress, estaban ridículas.

Empecé a caminar por entre medio de los fotógrafos y a medida que yo avanzaba, todos iban bajando sus cámaras. Nadie, ¡ni uno!, me fotografió. En cambio las otras casi quedaron ciegas por los flashazos. Ese fue el primer indicio de que algo estaba cambiando y no estaba leyéndolo.

Me sentía como Marty MacFly de Volver al futuro (quiero creer que entienden de lo que hablo). Loser total. Completamente fuera de época. No era la ropa… era la parada. Mi cartera, mis zapatos, mi peinado, todo era lindo. Pero ellas irradiaban algo muy distinto. Eran poderosas. Te comían con los ojos. Repartían tarjetitas con sus nombres y websites. Se sacaban selfies. Podían llevar el vaso de starbucks y el celular en la misma mano. Y yo tenía Hotmail con clave de cuatro dígitos…

Mi generación se llama xennial (una mezcla entre generación X y millennial). Dicen que somos la bisagra entre los nativos digitales y los otros. El jamón del sándwich.

Fue difícil asumir que esas niñitas recién salidas de la universidad (o ni siquiera) merecían un lugar junto a nosotras, las editoras. Las dueñas de la verdad. Las únicas invitadas a los eventos, merecedoras de gift cards sin compromiso de publicación, y protagonistas involuntarias de la vida social. Y no solo eso. A medida que avanzaban las temporadas, ellas se sentaban cada vez más adelante, y yo terminé, literalmente, standing al fondo.

Creo que fui de las más prejuiciosas. A excepción de una o dos todas me parecían tontitas. Especialmente las que llegaban a los eventos en Chile con sus propios fotógrafos y producidas como si realmente alguien las estuviera mirando. O el lanzamiento de una crema dental de verdad fuese algo importante. Las pelé hasta que me dio hipo.

Convivíamos sin hablarnos y por supuesto sin tocarnos. Así habrán pasado como dos o tres años. El final de la historia ya lo saben. Las bloggers, influencers y trendsetters comenzaron a expandirse y no me quedó otra que prestarles la oreja. E intercambiar el pin de la BlackBerry.

Entonces me tuve que tragar mis palabras. Resulta que no solamente no eran idiotas, sino que tenían mucho que enseñarme. Conocí pendejas realmente secas. Sólidas. Viajé con algunas, compartí un Cosmopolitan (solo para la foto) en el hotel Plaza, y un par se convirtieron en amigas reales (en 3D, me refiero). Además, varias son actualmente mis consultoras habituales para no dar jugo ni avergonzar en redes sociales a mi hija adolescente.

Tengo 41, nací el mismo año que Shakira y Daddy Yankee. Soy mamá de dos mujeres que creen que el wifi es igual de importante que el agua y el aire, y como no pude contra las millennials, decidí unirme. De chica me decían que era mala influencia (nunca fui bien portada)… y ahora me causa gracia que me llamen influencer.

El mundo cambió. Y yo también cambié. Menos mal.